jueves, 6 de agosto de 2015

River fue el mejor, por corazón, actitud y convicción

Acá, a nadie le importan las cuestiones técnicas. Acá, no existen los minutos para el análisis profundo. Acá, no tiene cabida si jugó el fútbol que pregona Gallardo y que respalda su rica historia. Acá, en este Monumental extasiado y conmovedor, la vida es color de River.

A esos locos que saltan y deliran todos mojados, lo único que les interesa es que River es campeón de América. Están en todo su derecho.
Hasta los 44 minutos, ese instante sublime en el que el estadio pareció partirse en mil pedazos, la producción de River había sido tan insulsa que hasta el entusiasmo y la euforia de la muchedumbre estaban minimizados. Salvo el aliento casi automático de la barra brava, el resto miraba sin encontrar motivos para enrojecerse las manos aplaudiendo o para soltar algún grito que sacudiese al equipo. Todo era monótono, confuso, friccionado. Cero emotividad. Y cero fútbol.


En eso estaban los dos, peleando mucho más que jugando, cuando Vangioni decidió -por fin- desengancharse, apostar al ataque, y se largó a una aventura individual que concluyó con un formidable centro para que Alario clavara un cabezazo imposible para Nahuel Guzmán. Se quebró el cero en el arco mexicano. Y empezó otra historia.
¿Qué había sucedido antes? En el nacimiento del desarrollo, lo previsible: River, con la iniciativa, con presión alta, con la inclinación a atacar por la derecha con un triplete formado por Camilo Mayada, Leonardo Ponzio y Carlos Sánchez. La orilla izquierda estaba prácticamente olvidada, tanto que si Nicolás Bertolo no se cerraba hacia el medio no podía tener contacto con la pelota.
¿Tigres? A la expectativa. Hasta que se dio cuenta de que su rival no lastimaba y que cuatro de cada cinco intentos finalizaban con pelotazos sin sentido ni precisión para los dos tanques de adelante, Fernando Cavenaghi y Lucas Alario. Entonces, los mexicanos se animaron de a poco, dividieron la pelota y hasta merodearon un par de veces las inmediaciones de Barovero, aunque con fallas inconcebibles a la hora de definir.
Con River en ventaja, con la cancha cada vez más rápida y complicada por el diluvio, y con Tigres obligado a meter más gente de tres cuartos en adelante, el juego dio una vuelta de campana. 
Ya nada fue lo mismo. Consciente o inconscientemente, River se retrasó peligrosamente. Quedó demasiado cerca de Barovero, pero eso no ofreció garantías. De manera especial, porque el lateral izquierdo fue una invitación a que Damm y compañía lo transitaran con escasa oposición. Tigres iba e iba, pero lo hacía sin convicción ni claridad.
Cuando se fue Alario lesionado (ingresó Sebastián Driussi), parecía que los tres palos de Guzmán le iban a quedar más lejos todavía a River. Paradójicamente, fue todo lo contrario. Sánchez escaló por la derecha, pisó el área y Aquino lo bajó de atrás: penal. Y notable ejecución del propio uruguayo. Y al ratito, como para que Tigres no tuviera ni tiempo de pensar en que su sueño copero ya no existía más, el frentazo de Ramiro Funes Mori tras un impecable córner de Pisculichi firmó la goleada (exagerada, se entiende). Y desató la fiesta majestuosa, extraordinaria, inacabable.
River es campeón de América. Y lo es con absoluta legitimidad. Aquella dramática ronda de clasificación hoy apenas es una anécdota. En los mano a mano, resultó el mejor. El de más corazón, el de más actitud positiva, el de más determinación, el de más convicción.

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