En la mágica secuencia del desenlace asomó un tímido murmullo. “Soy de
Newell’s, soy...” Otra vez le tocaba a Maxi Rodríguez, era el penal número 26 de
la noche en el Parque Independencia. Ya se habían repetido todas esas señales
incomparables que sólo puede entregar el fútbol en su estado más puro. Los
rezos, los gestos, los gritos, las muecas. Entonces ese jugador local con el
numero 11 en la espalda inició la carrera, una carrera enmarcada por un silencio
de alta tensión. Y viajó la pelota nomás. Y quedó flotando allá arriba, en el
ángulo derecho de Agustín Orion. Y se desató el desahogo general. Fue el sublime
instante de la demorada explosión futbolera. Newell’s, a las semifinales. Boca,
afuera. Después de 26 penales. Después de un nuevo cero a cero, como allá en la
ida, en la Bombonera. Después de tanto nervio, de tantas idas y vueltas entre
penales errados y convertidos, después de todo emergió la celebración de los
unos y el desencanto de los otros. Y la fiesta, claro, fue sólo roja y negra. Y
vaya si se notó...
Una vez que el empate sin goles y sin vuelo desembocó en la serie de penales, más de una referencia en el Coloso recordó la histórica relación que une a esa particular forma de llegar al éxito con Carlos Bianchi. ¿Volvería a sonar el celular de Dios? Esas ovaciones del pueblo rosarino hacia sus jugadores durante la serie decisiva, incluso hacia aquellos que no convertían, parecían convencidas de poder torcerles el brazo a las presunciones. Los saludos descontracturados de Martino con Riquelme y Orion, o el diálogo a pura sonrisa entre los dos arqueros, antes de la eterna serie, pronto le dieron paso a una noche para el infarto.
Guzmán (con un machete entre la toalla, un ayuda memoria que le
preparó Silvero, el encargado de los videos del plantel) le detuvo el penal a
Riquelme y así empezó la película. Cuando el cuarto tiro de Newell’s, el de
Cáceres, murió en el palo derecho, volvieron a quedar a mano, 3-3. Enseguida
erró Caruzzo, pero Orion detuvo el penal de Urruti. Cuando después de Ribair le
tocó a Tonso, los jugadores de Boca ubicados en el medio de la cancha salieron
disparados para empezar el festejo. Pero no. Alcanzó a tocar la pelota Orion,
pero fue gol igual, 5-5. Los palos seguían jugando, como en la ejecución de
Bernardi. Ya había desperdiciado un match point Urruti, se lo había
atajado Orion. Cuando Nahuel Zárate la tiró a las nubes, llegó la segunda chance
para el equipo del Tata Martino. Pero no hubo caso, Orzán la tiró afuera, a la
derecha. Siguieron convirtiendo, siguieron aumentando los números de una
definición que se hizo récord en la historia de la Copa Libertadores: se
igualaron los 26 penales con los que justamente Newell’s se metió en la final
del 92 al vencer al América de Cali por 11-10. Siguió latiendo la
incertidumbre...
Hasta que Nahuel Guzmán se tiró hacia su derecha y frenó el disparo del
Burrito Martínez. Entonces brotó desde el contorno, casi como pidiendo
permiso, aquel murmullo de apoyo. “Soy de Newell’s, soy...” La noche le dio paso
al silencio. Y así se fue acercando Maximiliano Rodríguez a la pelota. Y la
pelota al arco de Orion. Y la interminable serie de penales al desenlace. En
silencio. Todo en silencio. Pero esa eternidad de un instante se rompió de
golpe. Por el golpe del último gol.
Una vez que el empate sin goles y sin vuelo desembocó en la serie de penales, más de una referencia en el Coloso recordó la histórica relación que une a esa particular forma de llegar al éxito con Carlos Bianchi. ¿Volvería a sonar el celular de Dios? Esas ovaciones del pueblo rosarino hacia sus jugadores durante la serie decisiva, incluso hacia aquellos que no convertían, parecían convencidas de poder torcerles el brazo a las presunciones. Los saludos descontracturados de Martino con Riquelme y Orion, o el diálogo a pura sonrisa entre los dos arqueros, antes de la eterna serie, pronto le dieron paso a una noche para el infarto.
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