Pablo Aimar tenía la cara como si el tiempo por allí pasara más lento. Lucía
la frescura de los tiempos de River y de los días en que nació su apodo más
conocido: El Payaso. Jugaba para un Valencia que parecía capaz de todo
en España y en Europa. Con Héctor Cúper como entrenador llegó a la final de la
Champions League; en el ciclo de Rafa Benítez ganó dos Ligas y una Copa de la
UEFA (hoy Europa League). El resultaba la inspiración en un equipo cuya solidez
era la principal razón de su protagonismo en la élite. Aimar, en ese contexto,
ofrecía la gambeta y el toque preciso; la habilidad con velocidad; la sorpresa y
el asombro. En aquellos días escuchaba elogios y frecuentemente era
convocado a la Selección, aunque no tan seguido lo terminaban poniendo dentro
del equipo. Mestalla lo aplaudía como antes lo ovacionaba el
Monumental. Su fútbol conseguía adeptos con naturalidad. Sin saber, era
profesor del mejor alumno posible.
No tan lejos de Valencia, en Barcelona, un chico del que hablaban maravillas se sentaba frente al televisor para verlo jugar. Al pibe que ya apodaban La Pulga le encantaba ese fútbol; se sentía identificado; lo vivía como propio. La adolescencia de Lionel Messi estaba en marcha. Y Aimar, su ídolo, era el espejo en el que elegía mirarse para crecer.
No tan lejos de Valencia, en Barcelona, un chico del que hablaban maravillas se sentaba frente al televisor para verlo jugar. Al pibe que ya apodaban La Pulga le encantaba ese fútbol; se sentía identificado; lo vivía como propio. La adolescencia de Lionel Messi estaba en marcha. Y Aimar, su ídolo, era el espejo en el que elegía mirarse para crecer.