La charla se produjo en el interior del lobby del hotel Quinta Real, cuando la noche arremetía con un calor insoportable en este rincón de México. “¿Te acordás, hermano, lo que era este club hace un tiempo? Veníamos de jugar en la B Nacional, tuvimos que recorrer el país de punta a punta para ascender y se nos reían en la cara. Y ahora estamos en la final de la Libertadores. Esto es River, viejo”, decía un señor que peina canas, testigo de los tiempos dorados. “Cuando la pelotita entra, todo es más fácil”, devolvía su interlocutor, otro veterano, compañero de rondas de whisky y vueltas olímpicas. Ahí estaban los dos hombres, reflexionando en la madrugada de Monterrey, generando un disparador. Porque el coloso de banda roja hoy puede dar un gran paso hacia el broche de oro de su resurrección, a esa Copa que no sólo será un halago para su gente y un trofeo en sus vitrinas. Volver a estar en la cúspide de América será el hito de su reparación histórica.
La mano de Adalberto Román, el penal que falló Pavone, Belgrano festejando en el Monumental, el descenso revuelto en lágrimas, el oprobio deportivo de jugar en escenarios que jamás hubiera imaginado... Memorias negras. Y si para poder gozar, hay que saber sufrir, River ahora puede jactarse de tener a los hinchas más felices del país. Y de aquel pasado angustiante a este presente cargado de gloria, apenas pasaron cuatro años. Y desde diciembre de 2013, tal cual fue el eslogan de la campaña de Rodolfo D’Onofrio, River se propuso volver a ser River. Y lo logró.